miércoles, 25 de noviembre de 2009

EL JULIO, MARCADOR CENTRAL Y CAPITÁN

Los clásicos futboleros entre barrios eran en nuestra niñez y juventud algo tradicional.
Sin duda alguna quienes caminamos hoy cerca de los 40, sentimos una gran nostalgia al ver como se han perdido ese tipo de rituales generados por el amor a la redonda, a la pelota. El amor y la pasión por ese juego que siempre estuvo al alcance de la mano. Ese juego barato y simple que nos entretenía casi desde que llegamos al mundo.
Jugar a la pelota no costaba nada. Si no había alguna a mano siempre estaban las alternativas de las confeccionadas con papel, trapo y alguna media vieja. O simplemente alguna botella de plástico o cualquier porquería que encontráramos tirada en la calle y a la que se le pudiera patear. Todo servía para jugar a la pelota.
En el barrio nosotros compartíamos las gambetas, las atajadas y los goles de lunes a viernes, pero el fin de semana siempre tratábamos de armar algún duelo futbolero con los barrios vecinos.
Los pibes del Selvetti, éramos en la amplia barriada que abarcaba el detrás de la ruta, los más nuevitos. Habíamos llegado ahí a principios de la década del ´70, cuando apenas éramos unos bebes y gracias a un barrio construido por el gobierno de Perón. Estaba enclavado en medio de unas cuantas hectáreas de campo y en soledad, a mitad de camino entre lo que por ese momento eran los barrios de Villa Gaucho y La Rural. Y por supuesto como en cada uno de los momentos de la vida en el fútbol también debíamos pagar ese precio a ser los últimos en arribar a esa parte de la ciudad.
Había cosas que nos jugaban en contra. Nuestro barrio era nuevo, recién hecho por las autoridades de turno y para el resto éramos los ricos. Aunque todos formábamos parte de familias humildes, a los más renegados de la zona no había como hacerles entender que éramos tan sencillos como ellos.
La escuela servía para unirnos o al revés, para enfrentarnos. Lo cierto es que la fama de malos y camorreros la tenían los otros. Nosotros solo bajábamos la cabeza ante cada provocación y eso nos hacía ver débiles aunque algunos afirman que también podría encuadrarse en un síntoma de inteligencia.
Les puedo asegurar que no. Agachábamos la cabeza por que si cobrábamos como en el banco a la salida de la escuela.
Pero llegó ese día. No recuerdo bien porque fue pero después de un partido de los que habitualmente jugábamos entre nosotros, uno de los nuestros propuso una moción. Porque no jugar al futbol y demostrarles que les podíamos ganar. Si los vencíamos en la cancha comenzaríamos a emparejar ese poder que ellos creían que tenían sobre nosotros.
La idea que surgió en principio fue armar un partido contra los del barrio del “rana”. El “rana” era una especie de capitán del equipo menos malo. El Julio Flores, jugaba de marcador central y era el capitán de los más camorreros. Todos estábamos de acuerdo en que a esos había que dejarlos para lo último. Fue entonces que en uno de los recreos en la escuela tomamos coraje y elegimos a tres de los nuestros para que fueran en una especie de comisión a proponerle al “rana” un desafío futbolero. La idea era llevarlo a cabo el sábado a la tarde.
Che “rana” quieren jugar un partido contra nosotros, dijo Luisito, medio temeroso y balbuceante.
Bueno, contestó el “rana” pero jugamos en la cancha nuestra. En nuestro barrio. Ni bien vinieron nuestros enviados a comunicarnos que había que jugar de visitantes, la convocatoria fue perdiendo adhesiones. El que no tenía un cumpleaños, tenía que ir a pasear. El que no tenía que ir a pasear, se tenía que ir a laburar con el viejo. En eso se escuchó un grito; no sean cagones viejo¡! Dijo Luisito. Si ellos no hubieran tenido problemas en venir a nuestra cancha, seguro que ustedes jugaban. Son todas excusas las que ponen. Así como nos van a respetar. Al final tienen razón, vamos a quedar como unos cagones.
Lejos de tocar las fibras más intimas de los muchachos y convencerlos, la decisión era inalterable. De visitante no, porque además de perder cobramos.
Pero nadie imaginaba que al consultarle al “rana” nuevamente, ellos si accederían a ser visitantes. En definitiva Lusito nunca lo dijo pero la localía le había costado unos kilos de chorizo y de fruta que el “ranita” vino a buscar la noche anterior al partido. En el barrio había un par de comerciantes a los que les gustaba el futbol y siempre colaboraban con algo a modo de premio. Esta vez Luisito había usado toda su inteligencia para cambiar el premio por la condición de local.
Fue una tarde inolvidable de fútbol. Recuerdo que Marcelito López, uno de los que más la movía en nuestro equipo, armó una jugada bárbara gambeteando uno tras otro. No se cuantos quedaron en el camino pero si recuerdo que fue un golazo. Sirvió para ganar. Pero como si eso fuera poco, una semana mas tarde volvímos a encontrarnos y nuevamente los vencimos, en este caso 2 a 0.
Habíamos logrado lo que queríamos. Ahora se hablaba de nosotros como cosa seria en cuanto a equipos de futbol barrial se refiere. Le habíamos ganado dos veces al equipo del “rana” y entonces ahora si ya no podíamos esquivarlos. El equipo de los Flores, una familia numerosa de un barrio aledaño y otrora los más bravos en el fútbol y las otras cuestiones nos había señalado como sus rivales del sábado.
A ellos no se les podía decir que no. Y más si veníamos de ganarle al equipo del “rana”, que era el único que les había ganado a ellos y tan solo una sola vez.
El capitán del equipo era el Julio Flores, morrudo, enorme, cara de pocos amigos y un par de tatuajes que lo hacían más temeroso. De todos modos en la lista familiar de los camorreros ocupaba el segundo lugar. Al margen de que él era quien llevaba la cinta y las negociaciones adelante. Le decían “el capitán”, porque los más allegados conocían el deseo y el sueño de Julio. Ser algún día el mandamás de un gran barco. Impactaba ver la tinta azul de vaya a saber que tipo de punzón le había pasado por uno de sus bisep, dibujando un ancla con cadenas. Es por eso que era el quien había sido designado entre los 14 hermanos para armar y planificar los desafíos.
El Julio era un pibe particular. Los Flores eran tantos hermanos que por ejemplo a la hora del reparto en una sala social que estaba cerca de la escuela, recuerdo una interesante anécdota. A él le había tocado en suerte, antes de comenzar las clases, un guardapolvo de mujer, de esos con tablas y que se atan con botones por la espalda. Sin embargo y lejos de quejarse por lo que muchos pensábamos era un insulto, el Julio lo aprovechaba para entrenarse y estirar un poco los brazos cuando alguien osaba cargarlo. De todos modos lo usaba al revés, con los botones para adelante y las tablas para atrás y créanme que le quedaba bien simpático.
La historia es que el sábado iba a tener sobre mis espaldas, ya que yo jugaba de 9 en el equipo del barrio, nada más y nada menos que al Julio, el “capitán”.
Lo había visto jugar algunas veces y de solo pensar en la rudeza con la que iba abajo, siempre con los tapones de punta, buscando el cuerpo del rival en ves de la pelota, arriándote con unos cortos de derecha que impactaban generalmente en la espalda que realmente te intimidaban, daba miedo. Recuerdo que soñé toda la semana previa con ese partido de fútbol y fíjense ustedes que ha quedado grabado en mi mente a tal punto que recordé esta anécdota, verdadera por cierto, para contárselas.
“Al pedo le hicieron partido, los van a cagar a patadas, por ahí los quiebran y después nos va a salir más caro”; apuntaba uno de los padres en la esquina del almacén donde nos reuníamos a la noche para charlar. “Por que no les dicen que se arrepintieron y se dejan de joder”; argumento otro de los viejos. “Esos muchachos juegan muy fuerte, ganan de prepo en todos lados va a ser para problemas”; coincidieron otros.
Pero nuestra suerte ya estaba echada. Le habíamos ganado al equipo del “rana” y ahora queríamos probar a los Flores. Además a nadie le entraba en la cabeza que ellos aceptaran una negativa después de haber arreglado el duelo.
Finalmente le sábado llegó. El partido estaba programado para las 3 de la tarde pero a las dos y media nosotros ya estábamos en nuestra cancha. Walter era uno de los que más alma de técnico tenía entre los pibes del barrio, así que fue el quien se encargo de armar el equipo, ordenarlo y darnos las indicaciones.
Nosotros estábamos completos. Los mejores de nuestro barrio estaban en cada una de las líneas y yo que era el más corpulento y que además era bueno para pegarle al arco había sido el elegido para jugar de 9. Eso significaba tenerlo al enorme Julio Flores a mis espaldas.
A las tres menos cinco cayeron en banda y se ganaron en la cancha. Parecían indios al ataque. Entraron gritando y haciendo alusión a la paliza futbolística y de la otra que nos iban a dar.
Sorteamos el saque y el arco y el partido comenzó. Troté lentamente para buscar mi posición. Al llegar al borde del área me tope con el Julio. Aunque su mirada, sus enormes músculos y sus tatuajes invitaban a irse lo más lejos posible, un infernal olor a chivo preponderaba y hacía que todo lo anteriormente señalado quede de lado.
El primer tiempo fue un monologo de los Flores que nos cascotearon el arco insistentemente aunque se encontraron con la brillantes de nuestro golero. El “turco” volaba de un lado para el otro y se revolcaba entre la tierra para evitar la caída. A mi no me llegó ni una sola pelota así que estaba intacto. No le había dado ni un solo motivo al Julio para rozarme. Mi única lucha había sido contra los efectos que causaba en su cuerpo la transpiración en la soleada tarde de verano.
El primer tiempo llego a su fin y la sombra de los eucaliptos sirvió para refrescarnos. Los Flores invadieron la casa de la vieja de la esquina para tomar agua de una canilla que estaba en el jardín. La mujer, visiblemente alterada, intento correrlos con una escoba pero lejos de amedrentarlos simplemente los invito a realizar un recorrido por la amplia galería de insultos que formaba parte de su vocabulario dedicándole gran parte de ellos a la familia de la doña.
Volvieron a la cancha y el segundo tiempo comenzó. El partido siguió siendo un monologo de llegadas por parte de ellos hasta que en un mano a mano, gritaron el gol sin darse cuenta que debajo del polvaderal del área, el “turco” se había quedado con el balón en la mismísima raya de sentencia.
En ese instante, ya casi 40 del segundo tiempo, Julio Flores se dio vuelta, miró al arquero y le hizo la tradicional seña de “no pueden tener tanto c….”
En ese mismo instante el “turco”, saco alto y fuerte. Yo estaba de espaldas al Julio que a su vez estaba un tanto desatento. La pelota pico y cayó sobre mi pecho al borde del área. El Julio sabía que si me tocaba era penal. Estaba obligado a quitármela con la mayor lealtad que el fútbol propone. Giré a mi derecha, sentí su olor y el guadañazo que venía. Fue una fracción de segundo. Le dí de zurda antes de recibir la patada y la pelota se clavo abajo contra el segundo palo del arquero.
Alcance a saltar y el guadañazo pasó de largo. Me cagaste….murmuró el Julio. No quise ni festejarlo por miedo a que se enojaran y lo tomaran a mal. Corrí hacia el medio de la cancha haciéndome el gil, como perro que volteó la olla, mientras escuchaba el maremoto de insultos que el “el capitán” le propinaba a su hermano, el arquero. Al partido le quedaban segundos, no había tiempo para nada más, como ahora.


JUAN CASERO
TANDIL 2009

jueves, 5 de noviembre de 2009

EL CABEZÓN

Dedicado a mi amigo y goleador Carlos Raúl Méndez

El cabezón nació en el barrio del estadio. Los baldíos que estaban cerca de Pinto y Rivadavia lo vieron despuntar la pasión por la pelota en los años de la niñez.
Allí junto a sus amigos se divertían a diario con alguna pulpo, inclusive muchas veces la precariedad de la situación los invitaba a jugar con una globa confeccionada a mano por alguna de las viejas. Un poco de papel, trapo y una media enganchada de paso en algún baile y que ya estaba fuera de servicio, eran la formula ideal para armar una redonda que no los limitara en esa insistente búsqueda de la gambeta, los goles o las grandes atajadas.
La historia de nuestro personaje de domingo seguramente es muy similar a la de muchos de los muchachos que han despuntado el vicio del futbol en tierras serranas.
La diferencia entre el y los demás siempre han sido los goles. Por que el cabezón pertenece a una raza que está en extinción, ya que cada vez es verdaderamente más difícil encontrar un goleador. Parecen estar exiliados en una tierra lejana, quizá hasta enojados con aquellos que han hecho que el estado físico predomine por sobre el talento.
Enojados con aquellos que prefieren correr y correr en vez de jugar.
Los goleadores fueron protagonistas de páginas y paginas en los diarios. Motivo de debate en las mesas de café y excepcionales embajadores de nuestro futbol.

Por eso quería recordar al “cabezón” y referirme a un hecho particularmente muy especial en su vida profesional, ya que debe haber, futbolísticamente hablando, momentos inolvidables pero sin lugar a dudas enfrentar a la selección de nuestro país y hacer un gol no es cosa de todos los días. Inclusive a sabiendas de que el gol solo serviría para el eventual descuento ya que por aquel entonces era casi imposible que un humilde equipo del interior del país, clasificado para jugar el regional, pudiera vencer el poderío de semejantes monstruos.

Cada vez que llega un 9 de febrero se cumple un año más de la disputa de un partido inolvidable en el Estadio General San Martín.
Aquella noche Excursionistas, que se había ganado el derecho de representar a Tandil en el torneo regional, enfrentaba nada más y nada menos que a la Selección Argentina, comandada por el flaco César Luis Menotti.
El nuevo entrenador de la “albiceleste” buscaba en cada uno de los amistosos ir conformando el equipo que dos años después se consagraría campeón del mundo, levantando la copa en el Estadio Monumental y generando la alegría mentirosa de un país que lejos de aquella fiesta, atravesaba uno de los momentos más terribles de su historia. Nadie puede dudar que aquella gesta deportiva fue empañada por el accionar destructivo de los militares que llevaban adelante los destinos de un país en el que la libertad, para algunos, era una palabra prohibida.

Pero volviendo al pago chico, en Tandil se vivía con mucho entusiasmo la previa de aquel partido y nuestro héroe, el cabezón, consumía con cierta impaciencia los momentos previos.
Goleador desde las divisiones inferiores, Santamarina había sido el club que ostentaba sus servicios desde pequeño aunque en aquel momento le tocara defender la camiseta del trueno verde.
Bien es sabido que en el interior del país el futbol ha servido para ganarse un manguito que colabore con la economía familiar pero que nadie ha podido vivir de esto.
Así que nuestro amigo despuntaba el vicio los domingos y en la semana recorría las calles de Tandil en una camioneta de la histórica firma Levy. El cabezón era uno de los vendedores de la empresa y su trabajo constaba en visitar negocio por negocio repartiendo elementos de perfumería y cigarrillos.

Reconocido desde su juventud por la increíble capacidad goleadora, el cabezón se robaba los espacios en los diarios donde sus goles hacían debatir a aquellos que en las mesas de café, siempre han luchado por dejar en claro que es ahí donde más se sabe de este deporte.
Y así reza en un diario de la época que habla de una charla de bar en la que se debate si hay que saber hacer goles o hay que tener suerte a la hora de ser poseedor del balón dentro del área y enfrentar al arquero.
El periodista destaca “mientras en la mesa del bar se discute, el cabezón nos sacó la duda. Para hacer goles no solo hay que saber o tener suerte. Hay que estar ahí, donde la pelota va olfateando un botín que muchas veces no encuentra”
“Para que quiere el cabezón la galera y el bastón si le basta con el mameluco del obrero del gol….. vamos amigo contéstele a esos muchachos del bar pero con palabras sino en su idioma…el idioma del gol”.
Bonito recuerdo de un periódico de aquellos años para graficar lo que significa nuestro protagonista de hoy.
Aquella noche inolvidable Excursionistas salió a la cancha con:
Jorge Rigante, Jorge Solimanto, Arguezo, Eresuma, Lavayen, Canale, Daniel González, Gerardo Villar, Arrieta, Aldo Villar y Tatin Alvarez.

La selección argentina formó con Fillol, Killer, Passarella, Tarantini, Galbán, Mouzo, Scotta, J.J. López, Luque, Alonso, Ortíz.

Cuenta la crónica de esa noche que Excursionistas comenzó el encuentro muy nervioso ya que las más de diez mil personas apostadas en el San Martín vieron como a los 30 segundos del inicio, el negro Ortiz marcó el primer gol para la selección.
Scotta le dio al arco con tiro cruzado, Rigante dio rebote y el delantero no perdono.
A los 4 minutos Alonso se escapó por derecha, envío centro y Luque no falló dentro del área, estableciendo el 2 a 0.
17 minutos mas tarde el gringo Scotta iría en busca de un centro al área y con un potente cabezazo al palo izquierdo de Rigante, colocaría el 3 a 0 con el que culminaría el primer tiempo.
En la parte complementaria el “albi verde” tandilense ajustaría sus líneas y estableciendo una férrea defensa evitaría que los muchachos de Menotti siguieran haciendo goles. Es más fueron varias las chances de gol con las que contó la squadra tandilense, las cuales se encontraron con la excelente respuesta del “pato” Fillol.
Pero a la noche le faltaba un detalle. En el banco, ansioso, impaciente y con unas ganas bárbaras por entrar, aunque sea un ratito, estaba el cabezón. El goleador intratable. El hombre que a pesar de no contar estéticamente, quizá con todas las características, era dentro del área infalible.
Con la sonrisa pintada, esa que aun hoy se observa en su rostro cuando uno se lo cruza por la calle o comparte alguna charla. Esa sonrisa de tipo alegre, feliz con la vida. Con esa sonrisa transparente, de amigo, que solo exhiben las buenas personas, el cabezón salto a la cancha promediando la media hora de aquel segundo tiempo con la casaca 16 y sus 23 jóvenes años para reemplazar al querido Daniel González.
El iba a tener el privilegio de romper el cero de aquel segundo tiempo aunque el gol le dejaría secuelas que lo alejarían de las canchas por un par de meses.
A falta de 5 minutos para el final, Arrieta tomo el balón por la izquierda desbordó la marca de Passarella, envío el centro y el cabezón le ganó a la estirada del pato Fillol y con la punta del botín derecho tocó al gol en el arco que da espaldas al calvario.
El goleador tandilense quedó tendido casi dentro del arco por unos segundos y al recuperarse sintió un gran dolor en su pierna goleadora.
El diagnostico diría al otro día que un desgarró lo alejaría de las canchas en toda la primera fase del torneo regional en que Excursionistas enfrentaría entre otros a Estación Quequen y Alumni Azuleño.
Quedan como anécdotas de aquél partido, además de la lesión del cabezón, los siguientes datos.
Un gran enojo en los tandilenses ya que el día después los medios nacionales reflejaban que la selección argentina había jugado en la localidad de Azul.
Otra de las perlitas tiene que ver con Houseman. El delantero había ingresado en el complemento para reemplazar a Scotta. Picó dos veces en busca de que sus compañeros le entregaran el balón y al no encontrar respuesta le manifestó a Solimanto “pico una sola vez mas, sino me la dan me tiro, me hago el lesionado y me voy”.
Un par de minutos mas tarde el delantero del globo cayó como si lo hubieran matado en un roce con el defensor tandilense, dejando la cancha por lesión.
El gran Hotel fue quien cobijo la estadía de la selección en nuestra ciudad. Los muchachos de Menotti se retiraron del estadio en medio de numerosos aplausos que les brindo el público que asistió a ver aquella contienda.
Nuestro protagonista, el cabezón, salio del Estadio General San Martín con la humildad de siempre. En la puerta lo esperaba Any, su novia y la que poco tiempo después se convertiría en su compañera de vida. Dicen que el cabezón le dedicó aquél gol a su suegra lina que ese mismo día estaba cumpliendo años.
Mañana habrán pasado 33 años de aquella noche en la que uno de los hombres más reconocidos en nuestro ámbito futbolero, un goleador con todas las letras, no falló y le marcó un gol a la selección nacional que luego sería campeona del mundo.
Vaya este humilde recuerdo para un querido amigo que demás esta decirles creo que merece este y muchos más reconocimientos.
Fue un 9 de febrero de 1976. La noche en la que el cabezón, Carlos Raúl Méndez, a pesar del aderrota de excursio, se anotó en la red del arco del calvario escribiendo en su idioma…….el idioma del goleador.

por Juan Ignacio Casero - febrero de 2008